María Rosa de Madariaga
Carlos Lázaro Ávila
La guerra química en el siglo XX
La utilización de armas químicas en conflictos bélicos, hoy de nuevo de gran actualidad, tiene, sin embargo, una larga historia que se remonta al primer cuarto del siglo XX. Es, en efecto, de sobra conocido que en la I Guerra Mundial fue utilizada masivamente la iperita, así llamada a partir de Yper, nombre en flamenco de la ciudad belga de Ypres, contra la que los alemanes emplearon dicho agente tóxico por primera vez el 12 de julio de 1917, aunque ya habían utilizado antes, desde 1915, otros gases como el cloro. En lo que respecta a los aliados, las afirmaciones de que éstos no habían llegado nunca a utilizar iperita durante la I Guerra Mundial no parecen corresponder enteramente a la realidad. Es un hecho que tanto Francia como Inglaterra la fabricaron y, aunque en el momento en que llegaron disponer de ella en cantidades suficientes la guerra estaba ya a punto de terminar, ello no impidió, según algunos autores, que la utilizaran durante la ofensiva final aliada, en la que los ingleses habrían lanzado el 14 de octubre de 1918 obuses cargados de iperita contra un pueblo belga llamado Werwick, causando en la 16 Reserva Bávara de Infantería numerosas víctimas, entre las que se encontraba el entonces cabo Adolf Hitler, que resultó herido y con ceguera pasajera (1).
En virtud del Tratado de Versalles de 1919, los aliados vencedores prohibían a la Alemania vencida la fabricación de armas químicas, y el Protocolo de Ginebra de 1925 prohibía a todos los países su utilización, aunque aquellos que poseían stocks de armas químicas estaban autorizados a conservarlos, lo que no impidió que Alemania, haciendo caso omiso de esa prohibición, las siguiese produciendo en grandes cantidades, ni que los países que poseían stocks importantes de ellas las utilizasen directamente o se las proporcionasen a otros para que las utilizaran. Más precisa en su redacción que la de 1925, la Convención de 1972, ratificada por 131 países, prohíbe el empleo, producción y almacenamiento de armas biológicas y toxínicas, y prescribe su destrucción. Por último, la Convención de la ONU para la Prohibición de Armas Químicas, aprobada en 1992 y en vigor desde 1997, confirma los anteriores instrumentos internacionales.
Después de la I Guerra Mundial, fueron varios los países acusados de emplear armas químicas. Gran Bretaña lo fue de haberlas utilizado en Irak en 1919 y en la frontera noroccidental de la India a principios de los años veinte (2). También España, en el Rif en la primavera de 1925 y Francia algunos meses después en el frente norte, en los alrededores de Fez (3). En los años 1935-1936, fue la Italia fascista la acusada de haber hecho uso de ellas masivamente en Etiopía (4). Durante la guerra civil española, más concretamente en los años de 1936 y 1937, los franquistas, por un lado, y los republicanos, por otro, se acusaron mutuamente de emplear gases tóxicos, sin que, en ninguno de los dos casos, pudiera probarse (5). Por esa misma época y en años posteriores, Japón fue acusado de haber utilizado armas químicas de 1937 a 1945 durante la guerra chino-japonesa. Los gases lanzados, tanto por bombas aéreas como por granadas de artillería, habrían sido, entre otros, el fosgeno, el difosgeno, la cloropicrina, el cianuro de hidrógeno, el gas mostaza (iperita) y la lewisita (6). Durante la II Guerra Mundial no se utilizaron gases tóxicos porque, habida cuenta de que las principales potencias beligerantes poseían arsenales importantes de ellos, Hitler no se atrevió a emplearlos por temor a que los aliados respondieran en la misma forma.
En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, hubo otros países acusados asimismo de utilizar armas químicas: en febrero de 1958, el Ejército de Liberación del Sahara Marroquí acusó a franceses y españoles de hacer uso de bombas cargadas de gases tóxicos en la colonia de Río de Oro y, en noviembre del mismo año, radio Pekín acusaba a las fuerzas nacionalistas chinas en Quemoy de haber bombardeado a tropas del Ejército Popular Chino en el continente con granadas de gases tóxicos (7). Años después, las tropas egipcias fueron acusadas, según diversos informes procedentes de fuentes próximas a la causa monárquica del imán al-Badr, de utilizar de 1963 a 1967 armas químicas en el curso de su intervención en la guerra civil yemení al lado de las fuerzas republicanas (8).
En el último cuarto del siglo XX, la acusación más grave recayó sobre Irak por la utilización masiva de armas químicas en la guerra contra Irán y, sobre todo, contra la población civil kurda. El 17 y el 18 de marzo de 1988, los iraquíes bombardearon intensivamente a la población de Halabja (pronunciado Halabché), ciudad de unos sesenta y tantos mil habitantes situada en el Kurdistán iraquí, al norte del país, cerca de la frontera con Irán, causando, según diversas fuentes, 5.000 muertos y otros tantos heridos. Además de la iperita, gas vesicante, se habrían utilizado gases neurotóxicos como el sarín.
Algunas de las acusaciones por la utilización de armas químicas carecían de fundamento. En los años treinta, después de la conmoción causada por los intensos bombardeos con gases tóxicos efectuados por los italianos en Etiopía en 1935-1936, la opinión pública internacional era particularmente sensible a cualquier denuncia del posible empleo de un arma prohibida por los tratados internacionales. En la guerra civil española, ninguno de los dos campos beligerantes llegó utilizar gases tóxicos, por lo que las acusaciones lanzadas recíprocamente por franquistas y republicanos sirvieron sobre todo de arma propagandística destinada a denigrar y desprestigiar al enemigo ante la opinión pública internacional. Aunque las acusaciones en otros conflictos bélicos pudieron obedecer a los mismos móviles propagandísticos, algunas, sin embargo, respondían a la realidad, como fue el caso, además del de Italia en Etiopía, el de Gran Bretaña en Irak y el de España en el Rif. También, en años más recientes, la utilización de armas químicas por Irak en el Kurdistán iraquí está suficientemente probada, lo que no significa, pese a las acusaciones de algunas potencias occidentales, que Irak siga hoy disponiendo de esas armas, al haber sido obligado por la comunidad internacional en la última década del pasado siglo y principios de éste a destruirlas.
De la utilización de gases tóxicos por el ejército español en el Rif en los años veinte del pasado siglo se habló, por supuesto, en la época. La mayoría de los militares que intervinieron en la guerra contra Abd-el-Krim tuvieron conocimiento del empleo de gases tóxicos o participaron en acciones en las que éstos fueron utilizados. También la sociedad civil tuvo parcialmente conocimiento de su empleo por parte del ejército, a través sobre todo de los soldados del cupo llamados a filas, muchos de cuales sufrieron ellos mismos los efectos mortíferos de los gases. El primer testimonio sobre su utilización se debe a Ramón J. Sender (él mismo sirvió en África cuando la guerra del Rif), quien en su novela Imán (1930) narra las trágicas experiencias de un soldado de origen campesino, Viance, y, a través de éste, los efectos del gas en las tropas españolas. A este
testimonio, cabe añadir otros dos: el de Pedro Tonda Bueno, observador de la Aviación Militar, quien en su obra autobiográfica La vida y yo (1974) se refiere al lanzamiento de gases tóxicos desde los aviones y el envenenamiento que producían de los manantiales rifeños; y el de Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien en su obra, también autobiográfica, Cambio de Rumbo revela cómo fue protagonista de varios lanzamientos de gases tóxicos a bordo de un avión Farman F.60. Todos estos testimonios revisten enormes interés histórico por cuanto están basados en experiencias vividas por sus autores. No obstante, en toda la historiografía sobre la guerra del Rif no existía hasta hace pocos años ninguna obra que abordara el tema de los gases tóxicos.
Cabe señalar que los primeros en sacarlo a relucir fueron dos periodistas alemanes, Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, en la obra Giftgas gegen Abd el Krim. Deutchland, Spanien und der Gasgrieg in Spanisch Marokko, 1922-1927 (Alemania, España y la guerra del gas en el Marruecos español, 1922-1927), publicada en 1990, de la que no existe versión española (9), pero sí árabe, publicada en Rabat en 1996 con el título Harb al-ghasât as-sammât bi-l-maghreb. Abd-el-Krim el-Jattâbî fî muwâyahat as-silâh al-kîmiyâ’î ( La guerra de gases tóxicos en Marruecos. Abd-el-Krim El-Jatabi frente a las armas químicas). Posteriormente, abordaron el tema otros autores, entre los que cabe mencionar a los españoles Juan Pando, en Historia secreta de Anual (1999); Carlos Lázaro Ávila, en un artículo titulado “La forja de la Aeronáutica Militar: Marruecos (1909-1927)”, dentro de la obra colectiva Las campañas de Marruecos. 1909- 1927 (2001); Ángel Viñas, en la obra Franco, Hitler y el estallido de la guerra civil (2001); y María Rosa de Madariaga, en Los moros que trajo Franco... La intervención de tropas coloniales en la guerra civil (2002); por último, entre los extranjeros, el hispanista británico Sebastián Balfour aborda extensamente el tema en su obra Abrazo mortal (2002).
La documentación de archivo sobre los gases tóxicos en el Rif es ingente. Hoy día, transcurridos los años prescritos por la ley, los investigadores interesados pueden consultar toda esta extensísima documentación en el Servicio Histórico Militar (SHM) de Madrid, y en el Archivo Histórico del Aire, de Villaviciosa de Odón.
El trabajo que aquí presentamos está basado fundamentalmente, además de la bibliografía existente sobre el tema, en las siguientes fuentes de archivo: Servicio Histórico Militar (SHM), Ministerio francés de Asuntos Exteriores (AEF) y Foreign Office (FO), Ministerio británico de Asuntos Exteriores.
Los gases tóxicos en la guerra del Rif
Aunque conocidos vulgarmente como “gases de guerra”, la mayoría de ellos son en realidad líquidos, algunos muy volátiles, es decir que, una vez dispersados en la zona de ataque, se evaporan rápidamente, mientras que otros son más persistentes como la iperita, líquido que no presenta un elevado grado de volatilidad en comparación con otros agentes químicos. Si en la guerra del Rif el gas del que más se habló fue la iperita, quizá por el impacto que causó su utilización durante la I Guerra Mundial, no fue, sin embargo, el único, ya que otros, particularmente el fosgeno y la cloropicrina, también se utilizaron.
La iperita, cuya denominación correcta es la de sulfuro de bis (2-cloroetilo), era llamada por los alemanes HS (“Hun Stoffe”; “German Stuff” en inglés). También se la conoce como “gas mostaza” (“mustard gas” en inglés), debido a que, durante la I Guerra Mundial, decían que olía a este producto culinario obtenido de la semilla de la planta del mismo nombre. Aunque la volatilidad de la iperita no es muy elevada, su persistencia será mayor o menor en función de la temperatura de la zona en la que se utilice. Cuanto mayor sea la temperatura, mayor será la volatilización y, por tanto, menor la persistencia. Por la noche, debido a que el enfriamiento de la tierra afecta a las capas más bajas y el aire está, por lo tanto, más frío, aquí los gases (o líquidos que se volatilicen) tienden a comprimirse y no se expanden, es decir que al no subir aumenta su persistencia en la zona. En cambio, de día, el calentamiento de la tierra, por absorción de la radiación solar, afecta a las capas más bajas y, en este caso, el aire está más caliente, por lo que los gases (o líquidos volatilizados) se expanden, disminuyendo la persistencia del agente, pero afectando a los individuos con los que se cruza al ir subiendo.
La iperita pertenece al grupo de los gases llamados vesicantes. Desde el punto de vista fisiológico ataca con mayor o menor intensidad, según su concentración tóxica, todos los tejidos de revestimiento, atravesando las capas superficiales de la piel y produciendo en ella lesiones parecidas a quemaduras y vejigas, y también otros órganos, como los ojos, en los que puede llegar a provocar ceguera pasajera. La inhalación de sus vapores causa también graves trastornos digestivos (vómitos, diarreas), cardiovasculares (caída de la presión arterial) y nerviosos (astenia, coma), y hasta la muerte, horas después de producirse la inhalación.
En cuanto al fosgeno y la cloropicrina, ambos son agentes neumotóxicos. A diferencia de los agentes vesicantes, el fosgeno no produce quemaduras, siendo la vía de intoxicación la pulmonar. Una vez inhalado, altera la permeabilidad de la membrana alveolar, situada al final del tracto respiratorio y que es donde se produce el intercambio del oxígeno que pasa a la sangre y del dióxido de carbono que pasa al tracto respiratorio para ser exhalado. Al quedar alterada la permeabilidad de esta membrana, pasa líquido al espacio intersticial, lo que hace que la persona tenga dificultades para respirar, al impedir ese líquido que se interpone que el oxigeno pueda llegar hasta la sangre. Si la concentración inhalada es muy elevada, pasa líquido al interior de los pulmones y la persona afectada muere por el edema pulmonar. El otro agente neumotóxico, la cloropicrina, reacciona en las partes altas del tracto respiratorio sin llegar a la membrana alveolar, por lo que las intoxicaciones en este caso son menos graves que las del fosgeno. Al disolverse en el agua de las secreciones bronquiales, produce ácido clorhídrico que lesiona el tracto respiratorio, aunque, evidentemente, si la concentración inhalada es muy elevada, puede afectar no sólo a éste sino llegar también hasta los alvéolos.
En cualquier caso, aunque los vesicantes y los neumotóxicos son dos agentes distintos y los mecanismos de acción no son los mismos, el que un agente químico sea incapacitante o letal depende de su toxicidad intrínseca, pero también de la concentración inhalada y del tiempo de exposición. La inhalación de iperita produce también lesiones en el aparato respiratorio y es un hecho que, en la I Guerra Mundial, las personas que morían de forma inmediata tras los ataques con iperita no era debido a las quemaduras en la piel, sino a que inhalaban altas concentraciones de iperita que lesionaban el tracto respiratorio (10).
Los documentos del Servicio Histórico Militar (SHM) mencionan los gases tóxicos, a veces de manera eufemística con expresiones tales como “bombas X”, “bombas especiales” o “bombas de iluminación”, pero en numerosas ocasiones las mencionan explícitamente, a veces de manera genérica sin especificar de qué gas se trataba, si bien, en otras, indican claramente el nombre del gas: iperita, fosgeno, cloropicrina. No obstante, los diferentes tipos de bomba aparecen con un nombre en clave que corresponde al contenido y el peso de cada una. Así, las claves para los diferentes tipos de bombas eran los siguientes: C-1 (iperita, 50 kg); C-2 (iperita, 10 kg); C-3 (fosgeno, 26 kg): C-4 (cloropicrina, 10 kg); C-5 (iperita, 20 Kg). Hay que señalar que otros tipos de bombas, que no eran de gases asfixiantes, llevaban asimismo un nombre en clave: las reseñadas con la letra A (A-1 a A-3) eran de trilita y amatol, un alto explosivo; las B–1 (gasolina, 7 kg), B-2 (fósforo, 1 kg), B-3 (cartuchos) (11).
Procedencia de los gases tóxicos y su empleo en campaña
Poco después del desastre de Anual y el derrumbamiento de toda la comandancia militar de Melilla en julio-agosto de 1921, empezaron a alzarse en toda España voces- en la prensa, en el Congreso- que reclamaban la utilización de todos los medios ofensivos necesarios, incluidos los gases tóxicos, para acabar con el movimiento de Abd-el-Krim, dominar enteramente la zona por las armas e infligir a los rifeños un duro castigo. En un artículo de La Correspondencia Militar (5 de septiembre de 1921), el diputado en el Parlamento F. Crespo de Lara lamentaba la lentitud con que se estaba organizando la aviación militar y el que todavía no se hubiesen empezado a utilizar los gases asfixiantes. En otro artículo del 10 de octubre, el mismo articulista insistía en la necesidad de contratar a aviadores extranjeros con amplia experiencia en los ejércitos que habían participado en la guerra europea y bien adiestrados en las prácticas de bombardeo, “incluso con bombas cargadas con gases asfixiantes”. El tono de otros diarios, incluidos los de tendencia liberal como Heraldo de Madrid, era igual de beligerante y reclamaba asimismo su empleo (12).
Cabe preguntarse en qué momento fue tomada la decisión de utilizar gases tóxicos en la guerra del Rif. En la correspondencia telegráfica entre el ministro de la Guerra, vizconde de Eza, y el alto comisario, el general Berenguer, de fecha 12 de agosto de 1921, citada por Juan Pando en su obra Historia secreta de Anual, el primero manifestaba que se estaba procediendo a la adquisición, entre otro material de guerra, de “componentes de gases asfixiantes para su preparación en Melilla”, y el segundo que, aunque siempre había sido “refractario” a utilizarlos contra los rifeños, los emplearía con “verdadera fruición” por lo que habían hecho. Si la decisión de utilizarlos parece, pues, remontar a agosto de 1921, poco después de la masacre el día 9 de ese mes de soldados españoles en Monte Arruit, no parece, en cambio, que se hiciese uso de ellos en los meses siguientes, a juzgar por la prensa que lo seguía reclamando. En esta decisión influyó sin duda el deseo de venganza del ejército y de ciertos sectores de la opinión pública por las masacres perpetradas en Zeluán y Monte Arruit, así como la necesidad de poner fin cuanto antes a aquella guerra, recurriendo a los medios militares más modernos por reprobables que fueran. ¿No decía Heraldo de Madrid, para justificar el empleo de gases tóxicos qué por qué había de ser “más cruel matar a un hombre envolviéndolo en una nube de gases asfixiantes que destrozándole el cuerpo con una granada”? (13).
No obstante, si la decisión de utilizar gases tóxicos surgió a raíz de la derrota del ejército en el Rif en el verano de 1921, cabe preguntarse si España no disponía ya antes de esta fecha de algún tipo de gas, aunque no lo hubiese hasta entonces nunca utilizado. Eso es al menos lo que parecen sugerir ciertos documentos de origen rifeño existentes en los archivos del Ministerio francés de Asuntos Exteriores. Así, el caíd Haddu ben Hammu, en una carta a Abd-el-Krim, de fecha 31 de agosto de 1921, le pide que no libere a ninguno de los prisioneros españoles, sobre todo al general Navarro, ya que, si los libera, los españoles, le dice, “os destruirán con bombas envenenadas” (14). Estas palabras parecen dar a entender que los rifeños tenían informaciones de que el ejército español pensaba utilizar gases tóxicos contra ellos, aunque no sabemos si era porque ya los tenían o porque se disponían a adquirirlos pronto. Vuelve el caíd Haddu ben Hammu a referirse al tema de los gases tóxicos en otras ocasiones. En una carta a Abd-el-Krim, atribuida al mencionado caíd, del 2 de diciembre de 1921, decía a este respecto: “Envíame cuatro cajas de gas, pues ya no tengo más aquí, así como dinero para comprar otras diez en Taourirt” (15). (Taourirt era, como se sabe, el puesto francés, limítrofe con la zona española, desde donde se hacía un importante contrabando de armas con el Rif). Esta carta parece indicar que los rifeños disponían de gases tóxicos, no sólo porque les era posible adquirirlos en la zona francesa sino también porque se los habían tomado a los españoles. Esto último se infiere de otra carta, también de Haddu ben Hammu a Abd-el-Krim, del 6 de diciembre de 1921, en la que le comunicaba que todo el material de guerra (cañones y municiones) tomado a los españoles se estaba congregando en Dar Drius, y añadía lo siguiente: “el gas se irá reuniendo a medida que vaya llegando. Para el que se encuentra en Azib Midar, escribe a los notables, pidiéndoles que nos ayuden a recogerlo” (16).
De esta correspondencia parece desprenderse que, además del material de guerra convencional, los españoles disponían en algunos puestos militares de proyectiles con gases y que los rifeños se habrían apoderado de ellos junto con el otro material. Aquí se imponen dos preguntas: si los españoles los poseían ¿por qué no los habían utilizado? y ¿qué país había proporcionado a España esos gases puesto que ella no los fabricaba?
Respecto de la primera pregunta cabe suponer que si no habían utilizado los gases de que podrían disponer antes del desastre de Anual ello sería por diferentes razones de orden político o técnico. Político, porque después de la I Guerra Mundial , en la que se habían utilizado masivamente, la comunidad internacional condenaba su uso. Además, el mando español no pensaba en aquellos momentos que fuese políticamente acertado utilizarlos contra la resistencia rifeña, considerando que las armas convencionales bastarían para vencerla. Técnico, porque España no debía de disponer entonces de cañones adaptados para el lanzamiento de granadas cargadas con esos gases ni de personal especializado en su manejo. Es probable que el ejército estuviera a la espera de recibir cañones del tipo adecuado, posiblemente de 155 mm, así como el asesoramiento técnico necesario, para el empleo del gas llegado el caso.
En cuanto a la procedencia de los gases, los periodistas alemanes Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, autores del libro antes mencionado, sostienen que en el verano de 1921 España disponía de cantidad de bombas de gases y de las instalaciones necesarias para cargarlas en un edificio situado en Melilla y que era Francia la que se los suministraba, así como el material para la fábrica. Con todo, añaden que hasta ese momento los franceses no habían puesto a disposición de la fábrica más que gases lacrimógenos y otros que irritaban la nariz e inflamaban la garganta (17).
El caso es que el caíd Haddu ben Hammu, en sus cartas a Abd-el-Krim del 2 y el 5 de diciembre de 1921, emplea únicamente la palabra “gas”, sin especificar de qué tipo era y es muy posible que fueran sencillamente gases lacrimógenos, pertenecientes a la categoría de los llamados “mortificantes” y “neutralizantes”. En cambio, en la carta del 31 de agosto de 1921, al término “bombas” (en realidad, el que utiliza corresponde más bien al de “bolas”, es decir, un proyectil redondo) añade el de “al-uahyi”, que significa algo así como “luminosidad” o “luminiscencia”. ¿Por qué entonces estas bombas o proyectiles serían de gases “venenosos” o “tóxicos”, siendo que el término árabe para calificar a estos últimos es el de “as-samma”? Cabría pensar que podría tratarse de bombas o granadas incendiarias, pero a éstas los rifeños, según el original árabe de esta correspondencia, las denominaban “al-harîqa” es decir que arden, queman, despiden fuego, de manera que las designadas con el nombre antes indicado tenían que ser otras que también producían cierta luminosidad, aunque distinta de la de las incendiarias. Ahora bien, esa luminosidad no podía deberse al efecto de una carga explosiva en la bomba o granada, ya que la explosión, al producir un aumento de la temperatura, favorece la descomposición del agente químico y destruye su acción. Tenía que tratarse, pues, de un gas que produjera por sí mismo un efecto luminoso, lo que nos lleva a pensar que podría quizá tratarse del fosgeno, que sí puede producir al dispersarse una nube blanca o amarillenta y ésta sería la que veían los rifeños. Descubierto en 1811 por Davy, el fosgeno fue obtenido exponiendo a la luz solar una mezcla de cloro y óxido de carbono, y de ahí deriva su nombre: fos = luz y geno = engendrar. La denominación que daban a este gas tóxico los rifeños podría corresponder, aunque sin poder asegurarlo, a lo que los españoles llamaban con el eufemismo de “bombas de iluminación”, según ciertos documentos del Servicio Histórico Militar. Hay que señalar que las “bombas de iluminación”, propiamente hablando, no eran tóxicas, sino que correspondían a la categoría de las llamadas “pirotécnicas”, según la clasificación que da el libro La Guerra Química (Gases de Combate), publicado en 1924 por el Estado Mayor Central del Ejército, por lo que el término “iluminación” que figura en algunos documentos militares podría obedecer sin más a una fórmula convenida sin relación con ningún efecto óptico. Cabría aún otra hipótesis. Los dispositivos utilizados para dispersar los agentes químicos de guerra no deben llevar, como antes dijimos, explosivos porque éstos pueden descomponer el agente en el momento de la explosión; llevan una espoleta y el fulminante, que es que aporta la energía suficiente para que el recipiente, dentro del cual va el agente, se rompa y permita su dispersión. El fulminante aporta energía que, en el caso de un agente químico, no debe ser muy elevada para no descomponerlo, por lo que el fulminante que lleva un arma química es preciso modificarlo con respecto al que lleva un arma convencional. Como España no tenía ninguna experiencia en el uso de armas químicas, es posible que lo que hiciesen los españoles fuese simplemente cargar la iperita o el fosgeno en el recipiente donde normalmente iba el explosivo, sin modificar las propiedades del fulminante, de manera que, al alterar la estabilidad de la iperita o el fosgeno, éstos se podrían descomponer en sustancias que tomasen cierto color o luminosidad. Por otro lado, en algunos documentos hay constancia de bombas cargadas con trilita que llevaban además sustancia tóxica, mezcla que se consideraría probablemente más efectiva, pero que, en realidad, lo que hacía era descomponer el gas y destruir sus efectos tóxicos.
No hemos vuelto a encontrar en fuentes rifeñas alusiones a los gases tóxicos hasta el 24 de junio de 1922, fecha en la que el caíd Haddu ben Hammu vuelve en una carta a Abd-el-Krim a referirse a ellos en los siguientes términos: “Te comunico que un barco francés ha transportado 99 quintales de gas asfixiante por cuenta de los españoles. Dicho cargamento llegó a Melilla el 16 de junio del corriente mes” (18). Conviene señalar que el término árabe utilizado para referirse a ese gas es de nuevo el de “aluahyi”, que podría corresponder, por las razones antes señaladas, a las llamadas por los españoles “bombas de iluminación”. En esta misma carta, el caíd Haddu ben Hammu comunicaba a Abd-el-Krim que un tal señor Bartoli había llegado de París trayendo, entre otras cosas que le habían encargado, cien máscaras antigás que les entregaría al precio de 100 francos por unidad, si bien, en el caso de que fuera mayor la cantidad que desearan adquirir, estaría dispuesto a venderlas a 60 francos. Las máscaras se encontraban en Orán adonde podían ir recogerlas. Y, abundando en el mismo tema, enviaba a Abd-el-Krim una imagen del “cañón que lanza obuses con gases asfixiantes”, cuyo alcance era de 50 km y el precio de 5.000 francos (19).
Esta correspondencia indica que los primeros gases tóxicos de los que dispuso el ejército español en Marruecos eran de procedencia francesa. Pero si Francia no tenía, al parecer, inconveniente en suministrar a España este material bélico, como tampoco en proporcionar instrucción al personal militar encargado de manejarlo, no pensaba, en cambio, utilizarlo ella misma, como se desprende de otro párrafo de la carta mencionada, en el que el caíd Haddu ben Hammu decía lo siguiente: “ Los españoles han enviado 300 soldados a Francia a una fábrica de gas asfixiante para aprender la manera de utilizarlo en la guerra. Los españoles han adoptado esta medida, ya que los franceses han rehusado emplearlo ellos mismos” (20). Al mismo tiempo, quizá para librarse de toda posible acusación, el Gobierno francés había hecho saber, “por medio de la prensa, que desde que se firmó la paz las principales potencias habían decidido prohibir el empleo de gases asfixiantes en las guerras futuras” (21). En resumidas cuentas, Francia lo suministraba a otros países bajo cuerda, declarando al mismo tiempo públicamente su rechazo a utilizarlo.
Quizá este cargamento llegado a Melilla el 16 de junio de 1922 fuera el mismo al que se refiere el parte dado en dicha ciudad el 22 de mayo de 1922, según el cual se dispondría en breve “de proyectiles cargados de gases” (22). Este primer gas podría ser fosgeno, que era, al parecer, el preferido por los franceses, quienes lo habían privilegiado en sus ensayos químicos por considerarlo un gas de combate más tóxico que la iperita (23). Además del fosgeno, cabe la posibilidad de que los franceses hubiesen suministrado a España la cloropicrina, aunque el ejército español podía también haberla conseguido de reservas civiles, dado que este producto químico se utiliza, como es sabido, en el campo (24), sobre todo como plaguicida contra animales dañinos (insectos o ratas).
La imagen del cañón que “lanza obuses con gases asfixiantes”, enviada por el caíd Haddu ben Hammu a Abd-el-Krim parece sugerir que el ejército español ya los había lanzado antes de junio de 1922, aunque también podría interpretarse que se trataba sencillamente del cañón apto para lanzarlos en cualquier momento, razón por la que los rifeños, ante esa eventualidad, pensaron, por un lado, en la posibilidad de adquirir ellos
mismo un cañón de esas características, y , por otro, en hacerse con máscaras antigás para protegerse de los ataques con gases de la artillería española.
Cabría pensar asimismo en la posibilidad de que el ejército español se hubiese limitado hasta entonces a simples ensayos o experimentos, pero no a un ataque en toda regla. En este sentido, no parece demasiado creíble la noticia del periódico colonial francés La Depêche coloniale, citada por S. Balfour (25), según la cual el primer ataque con proyectiles cargados de fosgeno o de cloropicrina lo habría lanzado la artillería española a principios de noviembre de 1921 cerca de Tánger. El periódico, por otra parte, atribuía el éxito de la campaña de Berenguer en la región occidental del Protectorado al empleo de gases asfixiantes. En primer lugar, hay que tener en cuenta que La Depêche Coloniale, que representaba los intereses de los colonos franceses de Argelia defendidos por un grupo de diputados y senadores, a la cabeza de los cuales se encontraba Eugène Etienne, hasta su muerte en 1921, y que era profundamente hostil a la presencia de España en la zona norte del Protectorado, no desperdiciaba la ocasión de atacar a los españoles, por lo que la noticia, basada en simples rumores, tenía sobre todo por objeto desprestigiarlos ante la opinión pública internacional. En segundo lugar, la situación en la región occidental del Protectorado no era tan grave en el otoño de 1921 como para exigir el empleo de gases tóxicos, aunque en ella se advertía cierta agitación. El desastre de Anual tuvo inmediatas repercusiones en la región de Larache, donde ya en la noche del 27 de agosto de 1921, fue atacada por sorpresa la posición de Akba el Kola, y, luego, en la de Gomara, en la que los rifeños, junto con combatientes gomaríes, atacaron a partir del 21 de octubre algunas posiciones militares españolas. En estas circunstancias, habría sido más lógico que los gases tóxicos tuvieran como objetivo estos lugares u otros como la cabila de Beni Arós, que seguía en su mayor parte insumisa, pero no la región de Tánger, en la que no se registrarían incidentes dignos de mención hasta que se produjo la sublevación de la cabila de Anyera en diciembre de 1924, suceso que sí determinó entonces el empleo de gases asfixiantes por la aviación. En tercer lugar, resulta revelador que el agregado militar de la Embajada de Gran Bretaña en Madrid, bien informado a través de los cónsules británicos en Tánger y en Tetuán, dijese en un despacho, de fecha 20 de mayo de 1925, que la utilización de bombas de gas se remontaba “a una fecha relativamente reciente” y que “con anterioridad a la sublevación de la cabila de Anyera en diciembre de 1924, poco o nada se había oído hablar de gases” (26). Es muy cierto que se está refiriendo a bombas de gases lanzadas por la aviación y no por la artillería, pero, de todas maneras, resulta extraño que, si hubiese habido casos de empleo de gases tóxicos en la región de Tánger con anterioridad a diciembre de 1924, los cónsules británicos en esta ciudad y en Tetuán no estuviesen enterados y que, sobre todo, no se hubiesen apresurado a denunciarlos, teniendo en cuenta que ambos eran sumamente críticos con la política de España en Marruecos, particularmente con la actuación del ejército español en el Protectorado. Por último, de la documentación del Servicio Histórico Militar correspondiente a junio-septiembre de 1922 se desprende que en esas fechas aún no se habían utilizado gases tóxicos, por razones fundamentalmente técnicas, aunque también políticas (27).
Con todo, la correspondencia de Melilla con el Alto Comisario, de junio y julio de 1922, revela que en el Parque de Artillería de la Maestranza de Melilla ya se había iniciado desde junio la carga de proyectiles con esos gases y que su número ascendía el 1 de julio a 700 de 15,5 cm (155 mm) y el 14 de julio eran ya 1000 los disparos completos de proyectiles con esa carga (28) .
En un telegrama del 4 de julio de 1922, el Alto Comisario rogaba al Comandante general de Melilla que le informase con urgencia de la oportunidad del empleo de “proyectiles con gases asfixiantes” en sectores en los que podrían utilizarse “en vista de la situación política”, y sobre todo si se hallaban dispuestos todos los elementos que intervenían en su utilización, de modo que cuando se ordenase su empleo se tuviesen todas las garantías de que “sus efectos sobre el enemigo habían de ser eficaces” y que no produciría accidentes en las tropas españolas, para lo cual debían observarse todas las precauciones en el almacenaje, transporte y empleo, de acuerdo con las instrucciones aprobadas por R.O.C de 14 de octubre de 1921 (29). En su respuesta del 5 de julio de 1922, el comandante general de Melilla informaba al Alto Comisario de que existían los elementos necesarios para el empleo de gases en piezas de 155 mm y caretas en número suficiente para evitar accidentes en las tropas, si bien consideraba que, antes de emplear este nuevo método (subrayado en el original), sería preciso realizar algún ejercicio de tiro de ensayo para tener la seguridad de que los distintos elementos funcionaban perfectamente y que el personal estaba familiarizado con el uso de la careta. Por otro lado, el Comandante general indicaba que los ejercicios de tiro se harían en el frente “disparando al principio sobre objetivos bien visibles” y pudiendo ensayarse, luego, un tiro de sorpresa sobre las piezas que tenía “el enemigo en Sidi Mesaud (cabila de Beni Saíd) y en Tzayuday (cabila de Tafersit) cuando éstas hostilizasen. Añadía que “por razones de índole política” consideraba que no era conveniente emplear este nuevo medio de guerra (subrayado en el original) por ahora a excepción del caso indicado de hacer fuego desde baterías enemigas del frente. Y terminaba solicitando autorización para realizar ejercicios de tiro de ensayo cuando el personal estuviese suficientemente instruido (30).
Se advierte en todo momento gran preocupación por la seguridad del personal encargado de cargar los proyectiles, transportarlos hasta el frente y manejarlos en las baterías. En este sentido, la correspondencia hace referencia a la necesidad de tener en cuenta el manual de Instrucciones para el tiro de neutralización con granadas de gases tóxicos, del que se habían enviado varios ejemplares a Melilla para ser distribuidos en puestos militares del frente como Dar Drius, Dar Quebdani y Kandussi (31). Dichas Instrucciones, aunque ya habían sido aprobadas por R.O.C de 14 de octubre de 1921, no parece que se hubiesen distribuido hasta junio de 1922. El personal encargado del manejo de gases tóxicos lo constituía el llamado “Grupo de Instrucción”, que debía realizar ensayos y experiencias con el material antes de su empleo en combate. El general Dámaso Berenguer fue sustituido por el general Ricardo Burguete al frente de la Alta Comisaría en julio de 1922 y todo parece indicar que en ese mes y en el de agosto el personal asignado al manejo de gases tóxicos se limitó a realizar ensayos y pruebas, toda vez que la Comandancia General de Melilla no solicita hasta principios de septiembre la autorización del nuevo Alto Comisario para hacer uso de ellos. En efecto, en un telegrama del 2 de septiembre de 1922, el Comandante General de Melilla ruega al general Burguete le confirme la autorización dada por su antecesor en el cargo de emplear proyectiles con esos gases, dado el gran incremento que se observaba en el fuego de la artillería enemiga desde la ocupación de Azib el Midar. (32). Berenguer, como se sabe, cesó en el cargo de Alto Comisario el 8 de julio de 1922 y, aunque la autorización databa del 13 del mismo mes, podía haberla otorgado antes de su partida. En cuanto a Azib el- Midar, esta posición, situada en la cabila de Tafersit, había sido retomada el 25 de agosto de 1922, siendo ya Burguete Alto Comisario. En un telegrama del 7 de septiembre de 1922, otorgaba este último su autorización para emplear granadas tóxicas, debiendo ser el Grupo de Instrucción quien hiciese uso de ellas contra Tzayuday (cabila de Tafersit), “siempre que las condiciones atmosféricas, viento y acertado uso de caretas” lo permitiesen (33.) En Melilla se disponía ya a principios de septiembre de 2000 proyectiles cargados con gases tóxicos, algunos de los cuales para ser transportados a puestos militares en el frente: a Dar Quebdani fueron llevados 150 el día 8 y, el día 30, se transportaron de nuevo 500 y otros tantos a Dar Drius (34).
Dado que se contaba ya con proyectiles cargados de gases, no sólo en Melilla, sino en los puestos militares del frente, y que el Alto Comisario había dado su autorización para utilizarlos, es muy posible que en el otoño de 1922 se hiciera uso de ellos de manera esporádica y contra objetivos precisos y concretos. En una carta de Abd-el-Krim a la Sociedad de Naciones, de fecha 6 de septiembre de 1922, aunque no menciona específicamente los gases tóxicos, denuncia la utilización por los españoles de “armas prohibidas” (35), lo que parece indicar que los gases se habían utilizado ya, aunque fuese de manera restringida y a título de ensayo, o que Abd-el-Krim estaba enterado de que el ejército español se disponía a utilizarlos en breve. El gas habría sido el fosgeno o, más verosímilmente, la cloropicrina, de cuya existencia hay constancia en el barracón almacén de Mar Chica desde principios de junio de 1922 (36). O aun, lo más probable es que se tratara sencillamente de gases lacrimógenos, como parece indicarlo una carta del Coronel Director del Parque de Artillería de la Maestranza al Comandante General de Melilla, de fecha 7 de julio de 1922, en la que le dice que, para evitar accidentes en el transporte de los gases hasta el frente y en el manejo en las baterías, el personal asignado a estas tareas debía presentarse en el taller de gases para hacerse cargo de ellos y hacer experiencias “con el producto llamado bromuro de bencilo”(37). Ahora bien, este producto es precisamente el utilizado para la fabricación de gases lacrimógenos. Aunque, el documento se refiere a ellos como a “gases asfixiantes”, hay que tener en cuenta que aquella época no se establecía una distinción, como se haría posteriormente, entre los diferentes tipos de gases, y que esa denominación se aplicaba a todos, incluidos los lacrimógenos, cuyo empleo no está prohibido por los convenios internacionales.
Ramón J. Sender, en su novela Imán que, aunque testimonio literario, está basada en hechos reales vividos por el autor, evoca el “olor cáustico, agrio” de la iperita (38) que, lanzada por la artillería contra los rifeños, llega hasta los soldados españoles durante el encarnizado combate librado al intentar socorrer el puesto que el autor llama T, pero que no es difícil identificar como el de Tizzi Azza. La ocupación de este puesto el 28 de octubre de 1922 por el ejército español dio lugar los días 1 y 2 de noviembre a jornadas sangrientas, en las que hubo numerosísimas bajas, al intentar hacer llegar a él un convoy de socorro. Pero si este famoso “convoy a Tizzi Azza” provocó en su momento agrias críticas a Burguete, al compararlo muchos al descalabro de Anual, no fue la única vez en que los intentos de socorrer este puesto ocasionaran sangrientos enfrentamientos con gran número de bajas. El 5 de junio de 1923, un convoy enviado en auxilio de Tizzi Azza volvería a causar numerosas víctimas, entre las que se encontraba el teniente coronel Valenzuela, jefe de la Legión, que resultó muerto, con lo que pasaría a ocupar su puesto Franco. De estos dos convoyes a Tizzi Azza, creemos que al que se refiere Sender no es al de noviembre de 1922, sino al de junio de 1923, porque en la primera fecha no se disponía aún de iperita, mientras que, en la segunda, puede que la ayuda alemana permitiera ya disponer de ella, si no en grandes cantidades, sí en las suficientes para cargar con ese gas tóxico un número considerable de proyectiles.
A los primeros gases tóxicos procedentes de los stocks aliados, concretamente franceses, seguiría la ayuda alemana que sería, con mucho, la más importante durante toda la guerra del Rif. Según los periodistas alemanes Rudibert Kunz y Dieter Müller, el Rey Alfonso XIII había manifestado ya desde 1918 a Alemania su interés por los gases tóxicos y su deseo de disponer de las instalaciones necesarias para producirlos. A estos contactos ultrasecretos seguirían otros en 1921, año en el que España volvería a expresar a Alemania su interés por obtener material de guerra químico, pese a que el Tratado de Versalles prohibía a este país fabricarlo. El 21 de noviembre de 1921 viajaba a Madrid Stolzenberg, conocido fabricante alemán de productos químicos, el cual mantuvo conversaciones con jefes militares, ministros y Palacio. El gobierno español expresó su deseo de disponer lo más rápidamente posible de una fábrica completa, especialmente dedicada a la producción de los gases tóxicos más modernos, si bien llegar a un acuerdo planteó ciertas dificultades, entre otras razones porque el Gobierno español quería disponer de esos gases con urgencia y la fábrica no estaría en condiciones de producirlos hasta después de algunos años. Stolzenberg manifestó, sin embargo, que podría, entre tanto, suministrar a España gases de guerra ya listos para su empleo (39).
Las conversaciones prosiguieron en 1922. En mayo de ese año, viajó Stolzenber de nuevo a Madrid y las dos partes llegaron por fin a un acuerdo, que se materializó en un contrato firmado el 10 de junio, en virtud del cual la firma alemana se comprometía a construir y poner en marcha la fábrica de gases tóxicos y a facilitar las instalaciones apropiadas para la producción de municiones, tales como granadas de artillería y de mano, así como equipo técnico y personal alemán especializado. La fábrica se construiría en el lugar llamado La Marañosa, situado cerca de Aranjuez, pero, dado que no estaría en condiciones de producir gases tóxicos hasta pasados unos años, Stolzenberg proporcionaría entretanto a España, no exactamente el gas ya listo para su empleo, sino la sustancia química necesaria para fabricarlo, concretamente el oxol, como llamaban al tiodiglicol, uno de los reactivos utilizados para fabricar la iperita. Hay que tener en cuenta que esta sustancia tóxica se utiliza a nivel industrial para usos no militares, con lo que Stolzenberg podía burlar impunemente las cláusulas del Tratado de Versalles que prohibían a Alemania la producción de gases tóxicos, ya que siempre le era posible alegar que los productos químicos de su fábrica estaban destinados a usos civiles. El oxol era transportado por vía marítima de Hamburgo a Melilla, a un taller que había empezado ya a instalarse en Mar Chica, es decir, en un lugar bastante alejado de la ciudad, para evitar posibles accidentes entre la población civil. Hay constancia de que a principios de junio de 1922 existía ya ese taller o más bien un barracón almacén para la carga de proyectiles, que no ofrecía suficientes garantías de seguridad para el personal, por lo que estaba en estudio la construcción de un edificio de mampostería (40). El único gas almacenado en ese barracón, al que se menciona en esa fecha era la cloropicrina, es decir que España no había empezado todavía a recibir el oxol, que era la sustancia química necesaria para fabricar la iperita. Tampoco hay a principios de junio de 1922 la menor alusión a la presencia de técnicos alemanes en Melilla. Hay que tener presente que el contrato para la construcción de la fábrica de gases tóxicos en La Marañosa y para el envío de oxol a Melilla databa del 10 de junio de 1922, de manera que habrían de pasar meses antes de que Stolzenberg estuviera en condiciones de fabricar él mismo ese producto y de suministrarlo al ejército español en Marruecos.
Lo que precede nos lleva a suponer que la iperita no hizo su aparición en Melilla hasta bien entrado 1923. En cuanto a la fábrica de La Marañosa, cerca de Aranjuez, que se había empezado a construir con ayuda de Stolzenberg, se utilizaba para la producción de bombas que se enviaban, luego, a Melilla para ser cargadas allí con gases tóxicos.
Planes político-militares de utilización de gases tóxicos y su aplicación efectiva
Si los planes político-militares contemplaban en teoría la utilización masiva de gases tóxicos con el objeto de causar el mayor daño posible al enemigo y obligarlo a someterse, el análisis de la documentación nos indica que, en la práctica, ya fuera por problemas en la obtención de la sustancia tóxica, retrasos en la carga de los proyectiles y bombas de aeronave, accidentes, a veces sumamente graves, en los almacenes de gases, o averías que obligaban a interrumpir la producción, o bien por consideraciones de orden político, que no siempre aconsejaban su utilización, ni la Artillería ni la Aviación españolas los llegaron emplear masivamente, limitándose, de manera selectiva, a objetivos y cabilas muy concretos, En este sentido, en el marco de un plan bélico más complejo y global, la guerra química se tuvo que circunscribir, dentro de una estrategia más amplia de “guerra total”, al empleo del gas junto a bombas de alto poder explosivo e incendiarias, no sólo contra trincheras, blocaos o puntos defensivos rifeños, sino también contra zocos, sembrados, bosques y cualquier elemento neurálgico del sistema militar o civil de Abd-el-Krim (41).
La existencia de numerosas fuentes documentales, que se encuentran en los archivos militares a disposición de los investigadores, permiten establecer la evolución de la Aeronáutica Militar española a lo largo del conflicto rifeño, en la que se pone de relieve la progresiva adaptación del persona y de los aparatos de vuelo a la guerra. Conviene recordar que los pilotos españoles fueron ya, en noviembre de 1913, los primeros aviadores de la Historia en realizar un bombardeo aéreo y su táctica y material fueron mejorando durante todo el conflicto norteafricano. Hay constancia del lanzamiento de gases por cañones de 155 mm, pero, dadas las limitaciones de maniobrabilidad de la Artillería, entre otras razones por la configuración accidentada del terreno, y de su alcance o radio de acción, su empleo se centró en puntos concretos del frente, y el peso de la guerra química sobre objetivos alejados- con su indudable poder efectivo y psicológico-, recayó en la Aviación, sobre todo a partir de 1924. Todos sus integrantes tuvieron que hacer frente a una nueva modalidad de guerra, para la que no habían sido entrenados ni tampoco debidamente advertidos sobre sus riesgos. La guerra del Rif sería la primera del siglo XX en la que la aviación utilizó gases tóxicos.
Gracias a un documento reservado enviado por la Alta Comisaría de Marruecos al Comandante General de Melilla, sabemos que, en octubre de 1922, se tomó la decisión de crear una comisión para el estudio del empleo de bombas y fabricación de gases tóxicos para aviación (42). Mientras tanto, para poder realizar ataques con gas tóxico hubo que recurrir a los stocks extranjeros, que suministraron bombas de 11 Kg, y al asesoramiento técnico para la carga de proyectiles de artillería, concretamente de la casa francesa Schneider que aportó material y técnicos al Parque de Artillería de la Maestranza de Melilla. El primer ataque aéreo con gas tóxico lo realizaron los biplanos Bristol F.2B del 4º Grupo de Escuadrillas, durante los días 14, 26 y 28 de julio de 1923, en el poblado de Amesauro (cabila de Tensamán) (43). A partir de agosto de ese año se comienza a registrar en la documentación la existencia de bombas de gas tóxico (identificadas como bombas X) en el polvorín de Nador, con una media no inferior a 200 unidades (44).
Si hablamos de gas tóxico y ataques aéreos debemos remitirnos inevitablemente a las memorias de Ignacio Hidalgo de Cisneros. La lectura de sus memorias, que deben ser contrastadas cuidadosamente, nos conduce a pensar que el alto mando español pensó inicialmente en los polimotores franceses Farman F.60 Goliath para el lanzamiento de grandes bombas de gas. Ese avión, aunque originaba múltiples problemas para su mantenimiento y alojamiento en los aeródromos marroquíes, era el único capaz de arrojar 4 ó 6 bombas de 100 kilos que, según Hidalgo, eran de iperita y se habían comprado del stock aliado de guerra (45).
Los aviadores y técnicos españoles iniciaron una evaluación de todas las bombas cargadas con gas tóxico y, siguiendo la correlación numérica de las bombas de gas identificadas con la sigla C, llegaron a la conclusión de que el modelo C-5 (cargada con 20 kg de iperita) era la más efectiva para los ataques (46). La revisión de los partes de almacenamiento y lanzamiento de bombas de los diversos gases tóxicos (fosgeno, cloropicrina e iperita) entre los años 1923 y 1927 apoyan la idea del sucesivo perfeccionamiento en función de la efectividad. Si en 1924 las bombas C-1 (iperita, 50 Kg) y C-2 (iperita, 10 Kg) parecen haber sido las más utilizadas, a partir de 1925 y hasta el final de la guerra del Rif la C-5 se impondrá sobre las demás. El alto mando pronto se percató de que el calor del área septentrional marroquí era perjudicial para el efecto del gas y apuntó la posibilidad de utilizar el gas en vuelos nocturnos, misiones novedosas que ya se habían empezado a realizar antes del lanzamiento de gas tóxico por la aviación:
Se ha pedido a la Superioridad medio para efectuar vuelos de noche y bombardear los sitios en que haya concentraciones enemigas. También se dispondrá en breve de proyectiles cargados de gases que convendrá lanzar poco antes de amanecer.
A fin de que la eficacia de uno y otro sea máxima, conviene que el servicio de información precise si es posible el lugar en que duermen los enemigos reunidos en harkas, detallando si el mismo que ocupan durante el día o se reparten por los aduares más próximos a los campamentos de la harka. Melilla, 16 de mayo de 1922 (47).
Los bombardeos nocturnos, ya fuera por la Artillería o por la Aviación, tenían por objeto que los gases no se volatilizasen por efecto de la alta temperatura, sino que no se expandieran y aumentara su persistencia en la zona.
¿Cómo arrojaron bombas tan peligrosas tripulaciones poco instruidas en el manejo y prevención de los efectos del gas? Es cierto que hubo numerosos problemas técnicos y humanos en el manejo del material químico. Sebastian Balfour ha citado los informes hechos en 1924 por el agregado estadounidense Sheean (48), en los que se refiere a la escasa efectividad de la aviación que siempre bombardeaba a la misma hora de la mañana y de la tarde en misiones formadas por un avión y, excepcionalmente, los días de mercado, por tres. La falta de factor sorpresa que el observador estadounidense echa en cara a los españoles se explica por la simple razón de que las altas temperaturas norteafricanas impedían los vuelos al mediodía o a media tarde, debido a que, como indican los informes de los talleres de mantenimiento de la Escuadra de Marruecos, eran muy numerosas las averías en los sistemas de refrigeración o el recalentamiento de los motores, lo que provocaba un acusado desgaste de los aviones (49). Por otro lado, exceptuando el caso de misiones de reconocimiento, el hecho de destinar un solo aparato para batir un objetivo estaba más relacionado con la táctica española de economizar medios y material- sin obviar el objetivo psicológico de la presencia aérea permanente- en función de un enemigo disperso, cuya fuerza radicaba en las guerrillas y al que sólo se podía contrarrestar en momentos concretos, como el día de celebración de los zocos. Sheean no debió de tener conocimiento de que los españoles, para solventar ambos problemas, recurrieron a la compleja táctica de los vuelos de bombardeo nocturno ( antes del alba y en noches claras), en el que al daño de las bombas se unía el efecto moral de impedir el descanso del enemigo y crear un estado de guerra permanente.
Balfour también indica que la táctica de vuelo rasante española era muy pobre en resultados, pese a haberse inspirado en la que utilizó la RAF en Irak en 1919. No aporta, sin embargo, ninguna prueba documental de esa supuesta transferencia bélica. Desde 1913, año en que los españoles realizaron el primer bombardeo aéreo de la Historia, se había mejorado mucho la táctica de bombardeo, hasta el punto de que en 1921 se había creado en los Alcázares (Murcia), la Escuela de Tiro de Bombardeo Aéreo, donde muchos pilotos y observadores que volaban en África habían realizado sus estudios. Hay que tener en cuenta que la intrincada orografía del Rif obligaba a concentrar fuego de ametralladoras y bombas en puntos de difícil acceso, siendo sometidos los aviones al fuego rifeño desde varias alturas. Así, pues, la única manera de proporcionar suministros y cobertura a los soldados era realizando vuelos en los que los aparatos, a muy baja altitud (100 metros), con la protección de sus dos o tres ametralladoras, acometían el objetivo para lanzar las bombas bajo los certeros disparos enemigos, que causaron numerosas pérdidas de tripulantes y aparatos. Esta arriesgada táctica, bautizada por el periodista francés Maurillac como “vuelo a la española” (50), fue, de todos modos, prohibida por Alfredo Kindelán cuando asumió la Jefatura de las Fuerzas Aéreas en Marruecos el 27 de agosto de 1922, por considerar que era poco efectiva en relación con la enorme pérdida de aparatos y tripulantes que ocasionaba (51), orientando la táctica, como veremos, a un bombardeo más sistemático y planificado.
Todo el material volante se volcó en la campaña y se acometió la tarea de crear una reserva suficiente de bombas para que la cobertura sobre los objetivos fuera continuada. Alfredo Kindelán, Jefe de las Fuerzas Aéreas de Marruecos, especificó a finales de 1923 la necesidad de contar con “repuesto de 1.000 bombas de 11 kilogramos incendiarias y otras tantas asfixiantes, y elevar hasta 12.000 las de trilita” (52). Hay documentos que inducen a pensar que el uso intensivo del gas contra las cabilas más irreductibles, como la de Beni Urriaguel (la cabila de Abd-el-Krim), estuvo presente en la mente de los estrategas militares españoles, quienes llegaron a calcular que “con un repuesto de 1.000 bombas de 11 kilogramos de gases ó 3 de 50 kilogramos se limpiaba [sic] completamente en días de calma un kilómetro cuadrado de terreno, es decir, que
con casi 8.000 bombas de 11 Kg ó 1.000 de 5, quedará irrespirable la atmósfera de Beni Urriaguel con un gasto de 3 ó 4 millones de pesetas” (53). Pero la realidad era otra. Los informes reflejan cuáles eran en la práctica la producción y las existencias de los polvorines y, en función de estas variables, hubo que dosificar su empleo, según se desprende de la documentación consultada:
“Como no se dispone de momento de esta clase de bombas en la cantidad necesaria y, en deseo de proporcionar una solución práctica, y de rápida realización, creo debe limitarse la acción, por el momento, a bombardear con gases y bombas incendiarias los poblados, caseríos y fortificaciones enemigas, así como los grupos u ganados, y con granadas incendiarias los sembrados de maíz, silos y bosques” (54).
La campaña del Rif, iniciada desde septiembre de 1921, puede considerarse como una guerra convencional en el amplio sentido de la palabra, con un componente adicional de “guerra química”. Esta última constituyó, sin duda, una faceta muy importante de la contienda, pero no la decisiva. Es cierto que, a partir de finales de enero de 1923, tras la liberación de los prisioneros españoles en Axdir, el alto mando hubiese deseado contar con la mayor cantidad posible de bombas de gas tóxico para arrojárselas a los rifeños, pero este deseo chocó con numerosas dificultades técnicas en el curso de la guerra, como era, entre otras, la de la obtención de la sustancia química (el oxol) que suministraban los alemanes para la fabricación de la iperita. Por ello, el gobierno español solicitó desde mediados de 1924 a Alemania la presencia de técnicos y de material para poder acelerar la producción a un ritmo de 100 bombas diarias, y, con tal fin, en el mes de octubre se trasladaron a Melilla dos especialistas dirigidos por el técnico germano Dr. Hofmeister (55). Por otro lado, el ritmo de producción también se veía acuciado por las presiones del gobierno del Directorio Militar de Primo de Rivera, quien había sorteado en el verano de 1924 un conato de insubordinación militar de altos mandos de un sector del ejército, cuando decidió la retirada de las tropas españolas de la región occidental de la zona a una línea defensiva apoyada en la ocupación de diversos puntos en la costa, lo que aquellos interpretaron como una primera etapa de abandono del Protectorado. Acabar con la guerra del Rif era prioritario para el gobierno, que depositó grandes esperanzas en las nuevas armas, especialmente en el gas.
Los mandos de la Aviación española se plantearon la estrategia a seguir y, no sólo por razones técnicas sino también políticas, no se procedió a un bombardeo tóxico indiscriminado del Rif, El gas se pretendía lanzar, de manera selectiva, sobre las cabilas que constituían el “núcleo duro” de la resistencia, como revela el siguiente telegrama del Comandante General al Jefe de las Fuerzas Aéreas, del 30 de agosto de 1923:
El Excmo. Sr. Alto Comisario en telegrama de hoy me dice: “Ruego llame a Teniente Coronel Kindelán y le presente proyecto de división por zonas kábilas Temsaman y Beni Urriaguel con el fin de que por días vaya batiendo intensamente cada una de ellas hasta terminar con todas, empleando para ello cuantas clases de bombas tenga de trilita, incendiarias y de X (gases tóxicos)” (56).
Los ataques contra objetivos concretos fueron una constante en la estrategia seguida por los altos mandos todo a lo largo de la guerra. Un telegrama del 5 de marzo de 1925, indicaba que habían se habían entregado a Aviación 50 bombas C-5 (iperita, 20 kg) para bombardear Zoco el-Arbaa de Taurirt, situado en la margen izquierda del Nekor, que era, según decía dicho telegrama, “la única zona insometida no iperitada”, en la que se reunían grandes contingentes (57). En un despacho del 22 de marzo de 1925 al General en Jefe, el Comandante Militar de Melilla era más explícito en cuanto a las razones para la elección de ese objetivo:
“ En el Zoco el-Arbaa de Taurirt de Beni Urriaguel se reúnen los miércoles gran cantidad de enemigos confiados en que nunca se ha bombardeado dicho Zoco con ninguna clase de bombas por estar a bastante distancia y porque yo no tenía esas noticias. Y como hay muchas probabilidades de que en un miércoles que haga buen tiempo acudirá mucha gente a ese Zoco confiadamente y será ocasión de causarles daño y de castigar muy duramente por las razones dichas antes, ruego a V.E. me autorice a emplear cien bombas C-5 en el bombardeo que ordenaré para el primer miércoles bueno y con el cual bombardeo seguramente se conseguirá hacer mucho daño al enemigo”(58).
En este documento se habla de cien bombas, pero las entregadas a la Aviación habían sido sólo cincuenta que, además, de no considerarse necesario utilizar, debían ser devueltas. Y es que, dada la escasez de bombas C-5 en aquellos momentos, era preciso racionar al máximo las existentes. En Melilla, se produjeron en enero de 1925 importantes averías en la instalación y una violenta reacción de los gases, debidas a cuerpos extraños o impurezas del oxol utilizado como primera materia, que era de calidad muy inferior a la remesa enviada en 1924. Los ensayos químicos realizados con la materia demostraron que era inadecuada y peligrosa para la fabricación a que estaba destinada. De los 27 bidones analizados sólo tres eran aceptables, mientras que el resto podía poner en peligro la instalación y causar víctimas entre el personal, ya que los desprendimientos violentos de los gases podían originar una explosión. Hubo, por tanto, que suspender la fabricación de la sustancia para la carga de las bombas C-5 hasta que las averías registradas en los reactores de producción de iperita fuesen reparadas. Si en un régimen normal de fabricación se podía llegar a las 100 bombas diarias, numerosos inconvenientes hacían que sólo se pudieran producir 75 cargadas y, eso, “si no ocurrían accidentes o averías imprevistos” (59).
Hay que tener en cuenta que el taller de Melilla era el único que fabricaba gases tóxicos y que debía surtir de bombas no sólo a la artillería y la aviación de este territorio, sino también a las de la región occidental del Protectorado, con lo cual, si se interrumpía la fabricación, había que echar mano de las existencias. El 18 de enero de 1925, se embarcaron en el guardacostas Uad Targa 200 bombas C-5, 100 de ellas con destino a Ceuta y otras tantas con destino a Larache, y el 9 de febrero se transportaron a Ceuta otras 400 bombas C-5 (60), envíos que se efectuaban con regularidad, según las necesidades y el número de bombas disponibles. Las frecuentes interrupciones en la fabricación de los gases, por averías u otros inconvenientes, hacían que las existencias escaseasen muchas veces y hubiese que limitar su empleo, aun en los casos en los que los planes estratégicos lo considerasen oportuno.
Las bombas de gas se utilizaban como el resto del material bélico transportado habitualmente por todos los aviones terrestres de la Aviación Militar. Los hidroaviones lo hicieron de manera excepcional (61). La Aeronáutica Naval intervino en Marruecos con una unidad formada por el portaaeronaves Dédalo, equipado con un dirigible y varios hidros, y que, pese a contar desde una época muy temprana con bombas de gas albergadas en sus bodegas, no han trascendido datos sobre su uso en combate con parte de sus hidros (62). A partir del momento en que la fábrica de Melilla empezó a producir en serie bombas de gas de diferentes tamaños, los Breguet XIV DH-4, Potez 15, Fokker C. IV y DH-9 de la Escuadra Aérea de Marruecos iniciaron una guerra química que se extendería hasta julio de 1927, pero que, por las razones apuntadas, no llegaría nunca a ser masiva. Por el cuaderno de vuelo de un piloto que voló en Marruecos, sabemos que de 167 misiones realizadas entre junio de 1924 y julio de 1925, tan sólo hizo dos con iperita (63). Las hojas de servicio del observador José López Jiménez que participó en la campaña de Rif entre agosto de 1925 y abril de 1927, indican que tan sólo realizó siete bombardeos con iperita de un total de 130 misiones (64). En el expediente personal del Infante Alfonso de Orleáns, que estuvo al frente de una escuadrilla de Foker C.IV durante las operaciones de Alhucemas, tan sólo consta el hecho de que bombardeó con iperita los poblados de Beni Zalea y Uad Lau (65) (región de Gomara). Por último, contamos con el testimonio de Pedro Tonda Bueno, observador de un Potez 15, cuya unidad participaba en Marruecos desde junio de 1924. En su obra ya mencionada, Tonda alude a la vida diaria de su unidad y también se refiere a los bombardeos con iperita, pero lo hace de manera excepcional dentro de las múltiples misiones que los aviadores españoles realizaron en la campaña contra Abd-el-Krim.
Estos ejemplos no pueden, desde luego, reflejar toda la actividad de una fuerza aérea que llegó a contar con unos 150 aeroplanos, y habría que consultar la documentación más a fondo, pero aportan de todas maneras datos sobre el uso no masivo del gas tóxico.
En el desembarco de Alhucemas, el 8 de septiembre de 1925, el gas tóxico fue empleado en las localidades del interior, mientras que el material de alto poder explosivo se utilizó en la primera línea del frente. El análisis de la documentación indica que las escuadrillas que participaron en el apoyo aéreo al desembarco emplearon exclusivamente bombas de iperita C-5 (20 Kg), dejando a un lado las bombas de cloropicrina o C-4 (10 Kg), que eran bastante peligrosas para los aviadores españoles, aun cuando respetasen la altura de lanzamiento (66). La iperita era el gas indicado para causar bajas en el enemigo en áreas que las tropas propias no iban a ocupar o atravesar durante un periodo de tiempo superior al de la persistencia del gas, que podía ser mayor o menor según la temperatura y otras circunstancias. De ahí que en el desembarco de Alhucemas se utilizase en localidades del interior para producir bajas en la retaguardia rifeña sin que las tropas españolas en la primera línea del frente sufrieran sus efectos tóxicos.
El ataque rifeño en abril de 1925 a los puestos militares franceses en la cabila de Beni Zerual, en la otra orilla del Uerga, llevó a los gobiernos de Francia y España a entablar conversaciones que se tradujeron en el Tratado de Madrid de julio de 1925, destinado a coordinar los esfuerzos militares para acabar definitivamente con Abd-el- Krim en una acción combinada de medios aéreos, terrestres y navales, que culminarían en el desembarco de Alhucemas. Esta operación, con gran despliegue de medios, sería el principio del fin de Abd-el-Krim. Alhucemas era la llave del Rif, por estar allí situada la cabila de Beni Urriaguel, corazón de todas las resistencias a la penetración extranjera. Había habido ya con anterioridad numerosos planes para un desembarco en Alhucemas, sin que ninguno llegara a materializarse, hasta que se desempolvó el plan diseñado por el general Gómez Jordana y se actualizó en combinación con el aliado francés, que atacaría simultáneamente por tierra desde la zona sur del Protectorado. Como en el caso del empleo por primera vez de los aviones como bombarderos ya en 1913, los españoles, con este plan de desembarco, serían los precursores de una nueva técnica de guerra cuyos resultados tendrían muy en cuenta las generaciones militares posteriores (67).
El 2 de octubre de 1925 las columnas del general Sanjurjo tomaron Axdir, la capital rifeña, lo que obligó a huir a Abd-el-Krim, quien desde otros puntos del territorio insumiso proseguiría la lucha hasta el 27 de mayo de 1926, en que, terminaría por rendirse, si bien, por temor a las represalias de España, prefirió entregarse a los franceses. Después de la rendición de Abd-el-Krim, los partidarios del jefe rifeño continuaron la resistencia en las cabilas del Rif central, Gomara y Yebala, que seguían insumisas, hasta que el 10 de julio de 1927 el general Sanjurjo anunció oficialmente en Bab Taza el fin de la guerra. En este periodo, para combatir a los núcleos rebeldes, particularmente en los macizos montañosos de Yebel Alam y Yebel Hessana, la aviación siguió prestando un importante apoyo al ejército de tierra con los modernos Breguet XIX. Aún hubo ocasión de emplear gases contra los núcleos rebeldes, pues el 3 de junio de 1927 se lanzaron 42 bombas C-5 en Beni Guizit, y los almacenes de Tetuán y Larache contaban, respectivamente, con 200 y 497 unidades de este tipo de bombas de iperita (68).
Efectos de los gases tóxicos en las tropas españolas y en la población rifeña
En sus memorias tituladas Cambio de Rumbo, Hidalgo de Cisneros relata con desazón las misiones de bombardeo que realizó con un F.60 cargado, según él, de bombas con iperita. Este piloto narra que, años después, un anciano rifeño le comunicó que las bombas no habían causado ningún efecto entre los combatientes porque las altas temperaturas de África disiparon los efectos del gas, e Hidalgo llega a decir que habría sido mejor arrojar botellas de gaseosa de Melilla, que tenía fama de indigesta. Esta aseveración, que no se ajusta del todo a la realidad, esconde un claro intento exculpatorio, ya que sus memorias las escribió y publicó en los años sesenta en un país de la órbita soviética, cuyo régimen alentaba los movimientos de descolonización mundial. Hidalgo no quiso, sin embargo, dejar de aludir a los terribles efectos que tuvo el estallido de uno de estos artefactos en el aeródromo de Tauima cuando, al desprenderse de su afuste, causó la muerte a varios soldados (69). Hemos confirmado la existencia de este accidente en el que no sólo resultó herido el capitán José Planell, jefe de la guerra química, sino que el gas hirió también al teniente piloto e ingeniero aeronáutico Arturo González Gil, que sufrió terribles quemaduras en las piernas (70). Hubo ocasiones en los que se detectaron fugas de gas de las carcasas de las bombas y se tuvo que proceder al manejo cuidadoso y posterior enterramiento de los artefactos. Según un informe del Coronel Director del Parque de Artillería de la Maestranza de Melilla, a propósito de las averías registradas en los reactores de producción de iperita en enero de 1925, las manipulaciones efectuadas por los cinco equipos que se ocupaban de la fabricación habían causado lesiones, algunas graves, entre dos capitanes y cuatro tenientes, el propio autor del informe había resultado afectado de conjuntivitis con sólo vigilar los trabajos y en la tropa que intervino en éstos se habían producido 82 bajas (71).
Los aviadores y el personal encargado de la producción de gases tóxicos no fueron los únicos que sufrieron los efectos de los accidentes con este tipo de granadas o bombas, pues hubo también casos de tropas españolas afectadas por el gas, como el que refiere Ramón J. Sender en Imán, o como el que menciona Juan Pando de que numerosos soldados desembarcados en Alhucemas sufrieron los efectos de una nube de gas cuando cambió la dirección del viento durante el ataque. Durante los bombardeos con iperita efectuados en Anyera, tras la sublevación de esta cabila en diciembre de 1924, el gas de las bombas, llevado por el viento, cayó sobre las tropas españolas, entre las que causó numerosos heridos (72).
En cuanto a los efectos de los gases tóxicos en los rifeños, debieron de ser, sin duda, importantes y causar numerosas víctimas, no sólo entre los combatientes, sino también entre la población civil. Los aviadores, además de lanzar bombas sobre las concentraciones de harkeños, las soltaban sobre los poblados y los zocos, ya fuera el día de mercado o si no la víspera, de manera que, dada la persistencia de la iperita, el lugar quedaba contaminado durante dos o tres semanas. Los efectos de este gas vesicante provocaban fundamentalmente, como ya hemos dicho, quemaduras en la piel y vejigas, inflamación de los ojos, que podía llegar a causar una ceguera pasajera, vómitos, y, por supuesto, inhalado en grandes cantidades, lesionaba el tracto respiratorio y podía ser letal. Otra característica de este gas es que impregnaba la ropa y seguía provocando efectos en las personas incluso si dejaban pasar tiempo antes de volverla a vestir.
La primera queja sobre la utilización del gas tóxico en la región occidental del Protectorado se remontaría a diciembre de 1924, fecha en la que, según un informe del cónsul general británico en Tánger, del 20 de diciembre, un representante de Anyera manifestó haber sido delegado por esta cabila para denunciar ante el mencionado cónsul los bombardeos de sus poblados por aviadores españoles con bombas de gas que habían causado pérdidas de visión o ceguera y otras heridas en mujeres y niños (73) . En otro despacho del 19 de abril de 1925, el cónsul británico indicaba que, según las informaciones que había podido reunir, no cabía duda de que el gas utilizado por los españoles en sus bombardeos era la iperita. Así lo confirmaba el testimonio del El Dr. Forraz, jefe del Hospital francés de Tánger, que había tenido cierta experiencia en materia de gases tóxicos durante la I Guerra Mundial, y que había curado en su Hospital de Tánger varios casos, según él, todos provocados por la iperita. Por otro lado, las gentes del país que habían visto los bombardeos declaraban unánimemente que las bombas de gas eran lanzadas por aviones y sus descripciones sobre los efectos de la iperita en los seres humanos correspondían exactamente a las del Dr. Forraz (74).
En lo que respecta a la reacción de los dirigentes rifeños ante los bombardeos con gases tóxicos, parece que trataban de ocultar los efectos mortíferos que causaban entre la población, según un parte fechado en Melilla el 20 de julio de 1924:
Parece que dicha kábila [Beni Urriguel] oculta cuidadosamente los efectos y no deja que llegue noticia alguna hasta nuestras líneas. Mientras no se haga una información un poco precisa por parte de Uxda, en la que sería más fácil lograrla, sólo noticias vagas se tienen.
Pero a juzgar por ellas, parece que los efectos son muy de tener en cuenta y han producido bastante pánico, ya que no sirven para librarse de aquello las numerosas cuevas que en todas partes tienen construidas, en las que se consideran seguros en los diarios bombardeos que viene efectuando la Aviación (75).
Ante los efectos no sólo físicos sino también morales que provocaban los bombardeos con gases entre la población, es muy posible que los dirigentes rifeños no tuvieran interés en hablar de ellos, para no aumentar aún más el pánico. En lo que respecta a las acusaciones en el plano internacional, cabe señalar que si las quejas y protestas de Abd-el-Krim por los bombardeos de la aviación española fueron numerosas, no hay referencias específicas a la utilización de gases. En una famosa carta de Abd-el-Krim “A las Naciones Civilizadas” dirigida a la Sociedad de Naciones el 6 de septiembre de 1922, el jefe rifeño se refiere únicamente a la “utilización de armas prohibidas” por los españoles (76). Sobre la utilización de gases tóxicos hubo, con todo, denuncias dirigidas a la Sociedad de Naciones en Ginebra, pero no por Abd-el-Krim mismo, sino por otros, ya fuera porque simpatizaban con el jefe rifeño o bien por razones humanitarias.
Los rifeños, por su parte, sabían ya desde 1921 que los españoles disponían de gases tóxicos, si bien es muy posible que éstos fueran sólo al principio lacrimógenos. En junio de 1922, habían pensado en adquirir, como hemos visto en otro lugar, caretas antigás para protegerse. En cuanto, a sus intentos por disponer de aviones fueron, como se sabe, sin éxito. En 1924, compraron cuatro en Argelia, todos ellos viejos aviones franceses, de los que sólo uno, un Potez-15, llegaría al Rif, donde, pese a estar camuflado, fue descubierto por la aviación española, que lo destruyó. Ya antes, en 1923, Abd-el-Krim había intentado conseguir aviones y otro material de guerra, incluidos gases tóxicos. En el contrato firmado el 30 de abril de 1923 por su hermano M’hammed y el ex oficial del ejército británico Alfred Percy Gardiner, había una lista de mercancías que éste debía adquirir para los rifeños, en la que, además de otro material de guerra, figuraban ocho bombarderos y cuatro cazas, así como diferentes tipos de bombas, incluidas 50 de gas (77). Inútil decir que de todo este material, nada llegaría a ver Abd-el- Krim, excepto algunos fusiles y cartuchos que el tal capitán Gardiner, auténtico aventurero estafador, que engañó miserablemente al jefe rifeño, consiguió pasar de contrabando, pero, desde luego, ni un solo avión ni bombas de gases asfixiantes.
Han pasado setenta y tantos años desde la guerra del Rif y el que hoy se sepa y reconozca públicamente que España utilizó gases tóxicos en ella es hacer justicia a la verdad histórica. En la guerra del Rif seguro que fueron muchas las víctimas causadas por los bombardeos con gases tóxicos, aunque también es seguro que fueron muchas más las causadas por las bombas convencionales, por ser éstas las más utilizadas. En el caso concreto de la iperita, sus efectos inmediatos son conocidos, pero es más difícil establecer cuáles serían los posibles efectos a largo plazo, ya que para ello se necesitaría un seguimiento de las personas afectadas. En este sentido, resulta aventurado afirmar que el número de casos de cáncer registrados hoy día en Rif, muy superior al de otras regiones de Marruecos, según estadísticas oficiales, sea debido a los efectos a largo plazo de la iperita en la población y en los descendientes de las personas que, en su momento, resultaron afectadas por los bombardeos. En un tema tan grave como éste, es preciso evitar las especulaciones sensacionalistas y aportar pruebas científicas.
Según los estudios realizados por expertos mundiales, como los de la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (Lyon, Francia), es muy cierto que la iperita es una sustancia cancerígena para el ser humano, como lo prueba la mayor incidencia de procesos cancerígenos respiratorios en trabajadores de fábricas de iperita, es decir, en casos de exposiciones crónicas (78), pero es más difícil establecer una relación causa-efecto cuando se trata de una única exposición o de exposiciones esporádicas a la iperita, como son las que se producen en combate (79). En cuanto a los efectos teratogénicos (malformaciones congénitas) y la toxicidad reproductiva de la iperita en los seres humanos, el Instituto de Medicina de los Estados Unidos, en un informe de 1993, llegó a la conclusión de que la información relativa a esos efectos de la iperita, así como a su toxicidad sobre el sistema reproductor, era escasa e insuficiente para poder determinar una relación causa-efecto (80). Por todo ello, si ya es difícil establecer ésta cuando se trata de personas que no están expuestas a la iperita de manera crónica, sino accidental, como era el caso de los rifeños durante un bombardeo, más difícil será aún de probar que los rifeños afectados por los bombardeos con iperita en los años veinte del pasado siglo hayan podido transmitir genéticamente a sus descendientes cualquier tipo de enfermedad, más concretamente, el cáncer, máxime cuando tampoco es posible demostrar que los afectados directamente por la iperita que padecieron cáncer hubiesen desarrollado ellos mismos esa enfermedad a causa de esa sustancia tóxica (81).
NOTAS
1) Robert Harris y Jeremy Paxman, A Higher Form of Killing. The secret story of gas and germ warfare, 1982, p. 32.
2) Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), The Problem of Chemical and Biological Warfare. A study of the historical, technical, military, legal and political aspects of CBW, and possible disarmament measures, Volume I, The Rise of CB Weapons, p. 142.
3) Ibid.
4) Op. cit., p. 142 y ss.
5) Op. cit., p. 146-147 y 258-259.
6) Op. cit., p. 147.
7) Op. cit., p. 159.
8) Ibid.
9) El título del libro aparece traducido al castellano, sin editorial ni fecha, en una reseña firmada por Enrique Muller y publicada en Defensa, nº 156, abril de 1991, p. 79.
10) Capitán-farmacéutico René Pita (Profesor en la Escuela Militar de Defensa NBQ), “Efectos fisiopatológicos y tratamiento de las intoxicaciones por agentes químicos de guerra”, Mesas Redondas 061, Madrid, 17 de abril de 2002.
11) SHM, legajo 421, carpeta nº 3.
12) Artículo del 23 de diciembre de 1921.
13) Ibid.
14) AEF, Marruecos, Papeles de Abd-el-Krim, vol. 517.
15) Ibid.
16) Ibid.
17) Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, Op. cit., versión del libro en árabe, p. 57.
18) AEF, Marruecos, Papeles de Abd-el-Krim, vol. 518.
19) Ibid.
20) Ibid.
21) Ibid.
22) SHM, legajo 316, carpeta nº 7.
23) Rudibert Kunz y Rolf.Dieter Muller, op. cit., versión del libro en árabe, p. 74.
24) Vicente Reig Cerdá (Farmacéutico militar), Gases de guerra. Fisiopatología. Química. Defensa individual y colectiva, 1939, p. 75.
25) Sebastien Balfour, Abrazo mortal, 2002, p. 260.
26) F0 391/11077.
27) SHM, legajo 302, carpeta 7.
28) Ibid.
29) Ibid.
30) Ibid.
31) Ibid.
32) Ibid.
33) Ibid.
34) Ibid.
35) F0 371/ 8534.
36) SHM, legajo 302, carpeta 7.
37) Ibid.
38) Ramón J. Sender, Imán, edición de 2001, Destino, p. 287.
39) Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, op. cit., versión del libro en árabe, p. 58 y 62-65.
40) SHM, legajo 302, carpeta 7.
41) Carlos Lázaro Ávila, “La Forja de una Aeronáutica” en Las campañas de Marruecos, 1909-1927, 2001.
42) SHM, legajo 302, carpeta 2.
43) SHM, legajo 335, carpeta 8. Se arrojaron 4 bombas en total. A partir de aquí aumentaría el número de lanzamientos, como las 8 bombas lanzadas en un poblado frente a Tizzi Azza el día 5 de agosto.
44) Ibid.
45) Ignacio Hidalgo de Cisneros, Cambio de Rumbo, edición 2001, p. 144 y ss. (1ª ed., Bucarest, 1964). El análisis de los documentos nos plantea un interrogante: no hemos encontrado constancia del peso de las bombas de gas, pero en las mismas fechas en las que Hidalgo hizo sus vuelos, sí hay referencias a bombas de 100 Kg de explosivo convencional que pudieron ser cargadas en el Farman. SHM, legajo 360, carpeta 6.
46) Véase “Informe sobre las bombas C-1 y C-2”, Melilla, 20 de julio de 1924, SHM, legajo 386, carpeta 2.
47) SHM, legajo 316, carpeta 7.
48) S. Balfour, op. cit., p. 274
49) Novedades y Servicios de la Escuadra Aérea de Marruecos. Partes de Talleres. Asuntos 8, Archivo Histórico del Aire, Villaviciosa de Odón.
50) Citado por J.M. Riesgo en “La Guerra Aérea, 1913-1927, en Marruecos", p. 45, en La campaña de Marruecos, un encuadre aéreo, Diputación de Valencia, 2000.
51) Carlos Lázaro, op. cit., p. 181.
52) SHM, legajo 361, carpeta 6.
53) SHM, legajo 381, carpeta 6.
54) SHM, legajo 386, capeta 6, Melilla, 9 de noviembre de 1923.
55) SHM, legajo 386, carpeta 2. “Informe sobre las bombas C-1 y C-2”, 20 de julio de 1924.
56) SHM, legajo 361, carpeta 6, 30 de agosto de 1923.
57) SHM, legajo 424, carpeta 5.
58) Ibid.
59) Ibid.
60) Ibid.
61) La iperita, aunque excepcionalmente, también fue lanzada por los hidros españoles, como en la misión realizada por uno de estos aparatos el 9 de diciembre de 1925 para neutralizar un cañón. Archivo Histórico del Aire, Exp. 13651, carpeta 5.
62) SHM, legajo 302, carpeta 2. Telegrama oficial del 9 de agosto de 1922 del Alto Comisario al Comandante General de Melilla: “Con esta fecha digo al Excmo.Sr. Ministro de la Guerra lo que sigue: Con carácter de ensayo para la Aviación del Ejército ruego a V.E. ordene envíen a Melilla 1.000 bombas de gases sistema Pickew que son las usadas por el Dédalo, lo que manifiesto a V.E. para su conocimiento”.
63) Véase María Rosa de Madariaga, Los moros que trajo Franco..., p. 69-70.
64) Agradecemos a D. Alfonso López Collado el acceso a este documento.
65) Archivo Histórico del Aire, Expediente personal de Alfonso de Orleáns, nº 361.115.
66) María Rosa de Madariaga, op. cit., p. 70.
67) Según José Sánchez Méndez, después del desastre aliado en Gallípoli (Turquía) durante la I Guerra Mundial, la acción de Alhucemas fue muy tenida en cuenta por el general D. Eisenhower para la preparación del desembarco en Normandía, así como por el general Douglas McArthur en sus acciones anfibias en el Pacífico y Corea. Véase, a este respecto, “Alhucemas. El desembarco que inspiró Normandia”, Los Domingos ABC, Madrid, 17 de septiembre de 2000.
68) Novedades y Servicios de la Escuadra Aérea de Marruecos, Asuntos 3 A. Archivo Histórico del Ejército del Aire.
69) Ignacio Hidalgo de Cisneros, op. cit., edición de 2001, p. 146-147.
70) Información proporcionada por Fernando Hernández Franch. Barcelona, 8 de febrero de 1993. Este dato ha sido ratificado en el expediente personal de Arturo González Gil, nº 32.903, en el Archivo Histórico del Aire.
71) SHM, legajo 424, carpeta 5.
72) FO 391/11077. Despacho del agregado militar de la Embajada británica en Madrid al Ministerio del Aire en Londres, de fecha 20 de mayo de 1925.
73) FO 371/ 10584.
74) FO 391/11077.
75) SHM, legajo 386, carpeta 2. “Informe sobre las bombas C-1 y C-2” de Jorge Soriano, Melilla, 20 de julio de 1924.
76) FO 371/8534. Para el texto completo de esta carta, véase María Rosa de Madariaga, España y el Rif. Crónica de una historia casi olvidada, 2ª ed. 2000, p. 573-574.
77) AEF, Marruecos, Papeles de Abd-el-Krim, vol. 517.
78) DF. Easton, J. Peto, R. Doll, Cancers of the respiratory tract in mustard gas workers. Br J Ind Med, 1988, 45: 652-659.
79) FR. Sidell, JS. Urbanetti, WJ. Smith, CG. Hurst, “Vesicants”, en R. Zajtchuk, RF. Bellamy (editores). Texbook of military medicine- warfare, weaponry and the casualty (part 1): medical aspects of chemical and biological warfare, Washington, D.C, Office of The Surgeon General, Department of the Army, 1997, p. 197-228.
80) CM. Pechura, DP. Rall, Veterans at risk: the health effects of mustard gas and lewisite, Washington, D.C., National Academy Press, 1993.
81) Los efectos de la iperita han sido ya abordados por María Rosa de Madariaga en Los moros que trajo Franco..., p. 71-73